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mpalacios.sierra@gmail.com

Fonología

Progreso Tópico:

› Ejercicio detonador

Observa, con buen humor, las letras que aparecen en la imagen y reflexiona las siguientes cuestiones:

    1. ¿Por qué crees que son mellizas la B y la V?, ¿cómo pronuncias las palabras “vaca” y “burro”. ¿Acaso pronuncias la “v” y la “b” de manera diferente o las pronuncias igual?
    2. ¿Qué sucede con la “h”? ¿Cómo suena?
    3. Pronuncia Xochimilco, México, Xoconoztle, Hospital de Xoco, Xóchitl, Xitle ¿Por qué, si se escriben igual, se pronuncian de manera diferente?
    4. Las palabras queso, kilo y casa tienen ortografía diferente pero ¿por qué se pronuncian igual?

1- Pronuncia la palabra Volkswagen y escríbela de la manera como la pronuncias sin prestar atención a su ortografía germana.

2- Señala las diferencias que encuentras entre la ortografía y tu transcripción libre del sonido. Esta reflexión tal vez pueda explicarte la causa por la que los hablantes de español en México dicen: “Voy a comprarme un “bocho”.

Bueno, a continuación indagaremos más sobre estas coincidencias y divergencias sonoras.

Introducción

Caminando desde la comunicación hacia los sonidos humanos nos encontramos con dos ciencias hermanas: la fonética y la fonología. Estas dos disciplinas tienen sus campos de estudio propios y distintivos, aún cuando ambas se ocupan de la voz humana.

Antes de abordar estos términos, veamos sus orígenes. Fonética viene de phonetikós, ‘relativo al sonido’, pero resulta más interesante el término del que se deriva: phönéö que propiamente significa: ‘hago oír la voz, hablo’. La fonología, refiere a los términos griegos phonos, ‘sonido’, logos ‘estudio’ y el sufijo -ia, ‘cualidad o acción’. Siguiendo este camino etimológico podríamos decir que la fonética estudia la voz del que habla, y la fonología, las cualidades de los sonidos.

La fonología es una rama de la lingüística cuyo objeto de estudio es la función de los elementos fónicos (fonemas) de las lenguas, es decir, ordena la materia sonora desde el punto de vista de su funcionamiento en el lenguaje y de su utilización para formar signos lingüísticos. Esta disciplina se ocupa de las normas que delimitan cada uno de los sonidos, es decir, atiende a su composición en relación con los signos que tienen un valor significativo.

Los sonidos, como todo lo que se usa, con el tiempo se transforman, cambian. La ciencia que se dedica al estudio de la evolución de los sonidos a través del tiempo la llamamos fonología diacrónica (o fonología histórica) y es muy útil para reconocer los cambios fónicos de una lengua. Por el contrario, la ciencia que estudia la realización de la materia sonora en un espacio determinado y en un tiempo específico se llama fonología sincrónica, y permite identificar los sonidos que conforman el sistema fónico de una lengua en un cronotopo determinado.


La diacronía avanza horizontalmente (a-b), la sincronía se detiene en un punto determinado y se extiende verticalmente (c.d).

Fonema: Los fonemas son las unidades fonológicas mínimas que dotan de sentido y significado a una lengua. Es decir, son unidades fonológicas diferenciadoras, indivisibles y abstractas. Los fonemas delimitan el continuum sonoro, distinguiendo los sonidos que lo componen, por ejemplo, /b/ /p/ /m/, pertenecen a un mismo campo sonoro (las bilabiales), porque se pronuncian con los labios superior e inferior, pero, en español, son fonemas diferentes, en /b/ y /m/ escuchamos un sonido sonoro, y en /p/ un sonido sordo. El fonema /m/ se distingue de /b/ porque al pronunciarlo su sonido es nasal. Así sabemos que el español tiene tres fonemas bilabiales. Su más clara identificación consiste en que si los alternamos en una secuencia de palabras, cambia el significado de las mismas; por ejemplo: bala, pala, mala. Estas unidades fonológicas no son divisibles en unidades sucesivas más pequeñas y simples; no corresponden a una realidad concreta, obedecen a un conjunto de rasgos pertinentes que les otorgan características distintivas.

Resumen:

Fonología:

Se fija en su composición intencional de signo, sólo en los rasgos que tienen valor significativo. Se ocupa de los fonemas.

La fonología diacrónica estudia los sonidos a través del tiempo y la fonología sincrónica en un espacio-tiempo determinado, en un cronotopo específico. La diacronía es horizontal, la sincronía vertical.

Fonema:

Unidades fonológicas diferenciadoras, indivisibles y abstractas. Son fragmentos o componentes de signos.

 

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R. Cerdá Massó. (1975 [1968]). Cuando las ideas se visten de sonido. En Lingüística hoy. Barcelona: Teide, pp. 125-144.

CUANDO LAS IDEAS SE VISTEN DE SONIDO

Trataremos de observar el fenómeno lingüístico de arriba a abajo. El lenguaje, como facultad de expresión genuinamente humana, ocupa un grado de abstracción, el más elevado y universal, que sólo existe en la mente del estudioso de la teoría lingüística. El lenguaje -repetimos- sólo se manifiesta en forma de lenguas; eslabón inferior que se encuentra ya en la conciencia de cada hablante y se actualiza en cada uno de ellos en forma de habla. Pero también el habla es abstracción. Para mí, el habla de Mónica es una imagen ideal compuesta por una serie de rasgos lingüísticos propios de ella solamente que me permiten distinguirla del habla de Antonio o de un desconocido, igualmente de habla española, que transmite por la calle. Pero cuando hablo con Mónica, no veo ni oigo su habla, sino unos hechos de habla concretos: «¡hola!», «¿cómo estás?», «por favor, camina…», etcétera. Estos hechos representan, en cierto modo, el grado más bajo de abstracción, puesto que incluyen a todos los anteriores (incluyen un lenguaje, una lengua y los rasgos específicos del habla de Mónica) y se manifiestan numéricamente ilimitados.

Sin embargo, ¿hasta qué punto podríamos pensar que los hechos de habla son mero producto de una observación directa y sin abstracción alguna? Acabamos de señalar que en ellos mismos van implicados los demás grados, y ello supone que hay una permanente abstracción inherente, sin la cual no podría ser interpretada una onda sonora. En efecto, un examen sobre este punto nos llevaría a terrenos conceptuales muy amplios, de los cuales nosotros vamos a aprovechar aquí los aspectos que más nos interesan de momento. De todos modos, no nos puede sorprender a estas alturas, el que la lingüística nos indique que la abstracción es un factor esencial en todos los niveles del habla, o bien que el lenguaje es un conjunto complejo de abstracciones al alcance incluso de los hablantes menos dotados.

Con todo, cuanto atisbamos con criterios actuales las obras de la lingüística tradicional, parece como si el concepto de abstracción se tratara de un descubrimiento reciente, a pesar de ser tan imprescindible. Casi podríamos creer que aquellas concepciones habían de estar forzosamente faltas de una base real , e incluso podría sorprendernos el que hoy por hoy todavía sirvan no pocas obras de antaño con tanta o más garantía que algunas actuales. Ello se explica porque las doctrinas de las viejas escuelas, aún operando sobre el mismo campo de estudio, seguían caminos e intereses diferentes a partir de hipótesis no siempre tan analíticas como las de ahora. Tampoco significa eso que hoy se tenga una visión fundamentalmente más clara que treinta años atrás sobre los problemas del lenguaje. Ante un solo concepto, como habla, un lingüista actual sólo sería capaz de disertar durante mucho más tiempo que otro del siglo pasado, en las mismas condiciones intelectuales -lo que nada tiene que ver con la posible verdad de sus respectivos criterios-. Pensar lo contrario sería tan ridículo como creer que un niño de la escuela media es mejor lingüista que W. von Humboldt porque, a sus quince años, ya sabe contestar algo a propósito del fonema.

¿Qué sentido tiene todo esto en lo que hace referencia a la fonética y a la fonología? Naturalmente, para que haya comunicación, no basta que alguien tenga algo que decir, ni siquiera algo muy bien meditado; por lo menos, ha de hablar y ha de ser escuchado de alguna manera. Así, acontece que las ideas deben articularse en palabras y éstas en sonidos. Cuando José tiene apetito, experimenta un estado interior bien claro y unitario. Pero, si lo desea comunicar, es menester que lo descomponga en unidades lingüísticas, <<tengo mucho apetito>>, articuladas no caprichosamente; nunca dirá, por ejemplo, <<mucho tengo apetito>>. Además, cada una de estas unidades (véase página 109) debe integrarse en otras más pequeñas -los fonemas- igualmente articuladas: /t/, /é/, /n/, /g/, /o/, y no /n/, /é/, /o/, /t/, /g/, o tal vez /g/, /o/, /t/, /n/, /é/.

¿Se acaba aquí el proceso? Ciertamente, no. La fonética (del griego φωvη = ‘sonido’, ‘voz’), ciencia que estudia estas unidades mínimas, descubre que son suma de factores más pequeños todavía -denominados, los más importantes, rasgos fonéticos-, cuyo número no puede determinarse, ni hay razones aún para creer que algún día se determine, desde el momento en que se trata de una actividad psico-fisiológico-física mucho más compleja de lo que parece a primera vista. Es muy explicable, pues, que la fonética sobrepase a menudo el campo de la lingüística y se extienda por el de otras ciencias (medicina, física, psiquiatría…, en general) por necesidades estrechamente comunes. Tratemos de averiguar cómo debe entenderse esto.

Si analizamos esquemáticamente el proceso de la comunicación (esquema 27), encontraremos en él cinco etapas perfectamente diferenciadas que, excepto la de en medio, se corresponden dos a dos, pertenecientes por separado al emisor y al receptor. Las etapas psíquicas -nombre convencional que incluye las actividades de conocimiento anteriores y posteriores al mensaje lingüístico- no conciernen al estudio de la fonética y son distintas en cada extremo de la comunicación. Lo mismo ocurre entre las fases fisiológicas, las cuales, junto con la propiamente física (véase página 132), determinan el terreno de la verdadera disciplina fonética, concebida en términos modernos.

Podemos definir, pues, la actividad genuina de esta ciencia diciendo que analiza los sonidos aislados y en combinación que se utilizan en la comunicación lingüística y no otros, como el ruido de un coche, el canto de los pájaros o las estridencias de un estornudo. Colmada de logros científicos -fruto de una larga tradición-, la fonética construye en todos los países cultos una especialidad autónoma, y de sus adelantos cada vez más se establecen nuevas conexiones con aspectos técnicos, sobre todo de la física y de la pedagogía. Considerada históricamente, cabe afirmar que su origen es remoto, ya que, a pesar de la ausencia de alusiones conscientes y directas, los testimonios escritos por sí mismos proporcionan innumerables muestras de un afán fonético secular.

Efectivamente, la historia de la ortografía suministra datos precisos desde el instante ya en que el hombre abandonó las fórmulas iconográficas (jeroglíficos) e ideográficas (escritura china, por ejemplo) para fijar en un texto su acontecer interior. Hay que detenerse a pensar en el profundo conocimiento de los mecanismos fonéticos que al cabo habían de tener -mucho antes de la Era Cristiana- los innovadores de los sistemas actuales. Es un tema fascinante examinar el desarrollo desigual y lento de la escritura, desde una manifestación sintética y plenamente artística en las pinturas rupestres, hasta un estado de análisis y de convencionalización abstracta, pasando por los estadios intermedios de la escritura silábica.

Merced a los testimonios escritos conservados, podemos hoy hacernos una imagen aproximada sobre la pronunciación del épocas pretéritas, a pesar de las precauciones que, al propio tiempo, deben tomarse. La escritura no siempre proporciona datos verídicos, ya que no es el habla humana en sí misma, sino una interpretación más o menos exacta y plasmada sobre un material determinado. Como reflejo estático del fenómeno dinámico del habla, la escritura pierde muy pronto el ritmo de la evolución de aquello que intenta representar. Algunos sistemas ortográficos, como el inglés y el francés, reflejan un estado de habla ampliamente superado por el habla actual, mientras que otros, orientados sobre una base menos conservadora, se acoplan mejor al organismo fonéticamente vivo de la lengua, si bien nunca lo hacen de un modo absoluto.

Ejemplos para esto los hay a mano de cualquiera que sepa escribir o aprende. Todos hemos tenido nuestras dificultades antes de captar el uso de la hache y la diferencia ortográfica entre be y uve, por la sencilla razón de que son vestigios de un estado de habla hoy ya desaparecido. Lo encontramos igualmente en muchos aspectos de la lingüística histórica. El verdadero origen común de las lenguas románticas o neolatinas (portugués, gallego, castellano, catalán, provenzal, francés, sardo, italiano, rético y rumano) no es tanto el latín culto de los clásicos que hoy encontramos escrito en las obras de Horacio, Virgilio, Catulo o Cicerón, como el llamado latín vulgar o popular, que hablaban los pobladores del Imperio -legionarios, gobernantes, didactas o colonizadores-, los cuales casi nunca escribían con intensiones estéticas, a menudo por puro analfabetismo (salvo, quizás, los didactas.) De ahí que reconstruir el tronco común de todas las ramas románticas actuales no siempre es una tarea tan fácil como lo sería si se hubiera conservado también muestras escritas de aquel latín vulgar, demasiado despreciable a los ojos de las minorías intelectuales. El purito, a veces obligado, de los escribientes posteriores por redactar en un latín impecable -bajo las ideas gramaticales que hemos esbozado en la página 23- hace que hasta el siglo XII no se encuentren algunos tímidos ejemplos del romance que había de dar lugar a las actuales lenguas neolatinas. Y alrededor del XVI, cuando las lenguas vulgares, por diferentes motivos, fueron consideradas suficientemente aptas para la producción literaria, había pasado mucho tiempo que se hallaban lejos de aquel latín escrito, a menudo macarrónico y decadente, que la sazón se empleaba en las documentaciones más o menos oficiales.

No podemos, pues, rastrear regresiva y documentalmente la evolución de las lenguas neolatinas hasta su origen inmediato, excepto en aquellos casos, ciertamente fuera de lo ordinario, en que los amanuenses más olvidados o menos formados compensaban con palabras o construcciones romanizadas lo que recordaban en genuino latín. Con ello dejamos entrever hasta qué punto una incorrección en el uso de la lengua, tan irritante para el gramático puritano, acostumbraba a tener para el lingüista un carácter excepcionalmente revelador.

¿Qué conclusiones pueden extraerse hasta aquí? Los sistemas ortográficos, aun cuando algunos están muy cercanos a sus hablas respectivas, nunca las representan con plena exactitud, puesto que son fonemáticos y no fonéticos. Es decir, jamás intentan reflejar el habla de un solo individuo o de un grupo minoritario -en cuyo caso, deberían modificarse de continuo y desbaratar, por ello, la fijación lingüística que se persigue-, sino aquellas unidades funcionales que pertenecen a todo el sistema y hemos llamado, desde casi el principio (véase página 44), fonemas. El fonema español /n/, pongamos por caso, presenta numerosas variantes especiales de tipo articulatorio (véase página 49) si lo consideramos en palabras como «cuna» (alveolar), «enfado» (labiodental) «encía» (interdental), «venta» (dental), «mancha» (palatal), «anca» (velar) o «en paz» (bilabial). Además, cada hablante hace de él, en la práctica, una versión estrictamente propia sobre la base de mantener -si no quiere exponerse a dificultades comunicativas- los rasgos fundamentales que garantizan al receptor la identificación del fonema /n/ como tal. Lo cierto es que, si ya desde la antigüedad se comprobó que las variantes posibles que ofrece un fonema no son otros tantos fonemas sino meras manifestaciones de él mismo, el concepto modernamente discutido de sistema lingüístico (véase página 48) había sido previsto en la formulación de la ortografía fonemática actual y, antes incluso, de la silábica.

EL UNIVERSO MINÚSCULO DEL FONEMA

Hay buenas razones para pensar que el descubrimiento de la escritura fonemática fue producto también de unas nociones mucho más intuitivas que científicas sobre el lenguaje; lo cual no nos puede sorprender si tenemos en cuenta que los niños de seis años saben hacer perfectamente uso de todas las unidades fonemáticas de su lengua sin haberlas verificado en un examen racional. Tenemos también un prueba clara de ello en cuando el hombre empezó a interesarse por los hechos objetivos que le habían llevado a sistematizar mal que bien lo sonidos de su habla. Ante una necesidad científica como ésta, la investigación se inició y llevó a cabo, durante largo tiempo, sobre la primera etapa fisiológica, del emisor (véase esquema 27), olvidando en parte que había otras, tanto o más decisivas (véase página 139): los pioneros de la fonética acentuaron su atención sobre el terreno del emisor creyendo que era el único punto de referencia fidedigno en la comunicación lingüística. Por ello, la tradición experimental y bibliográfica de la fonética articulatoria -llamada con frecuencia genética (del griego γεννητικóς =‘ lo que produce’), en la terminología moderna- es mucho más prolongada y numerosa que la de la acústica -modernamente, genémica (del griego γεννημα = ‘lo producido’)- y, sobre todo, que la auditiva, muy reacia a cualquier consideración objetiva por la dificultad de apreciar modificaciones fisiológicas durante la percepción de estímulos.

Con arreglo a las noticias más detalladas que poseemos, fueron los indios los primeros en establecer una clasificación científica sobre los sonidos, aprovechando los supuestos del lugar y el modo de articulación, prácticamente tal como se ha venido considerando desde entonces. Griegos y romanos adoptaron sucesivamente la mayoría de aquellos principios y la creencia exclusiva en el punto de partida genético. De ellos propiamente hemos recibido la división elemental entre vocales y consonantes, que se enseña todavía en la escuela primaria, mientras las nuevas tendencias siguen desgraciadamente reservadas a los núcleos especializados, que se encuentran muy lejos, ya no de los antiguos mentores romanos, sino también de los primeros experimentos instrumentales que se realizaron en el siglo pasado, cuando al revisarse las ideas clásicas sobre fonemática, se esperaba constatar más confirmaciones que desajustes. Y nos encontramos en circunstancias tan paradójicas como la de que hoy se admita de nuevo la distinción científica entre vocales y consonantes, después de coronar largas etapas en las cuales, estas nociones habían sido seriamente objetivadas e incluso, por algunos, omitidas por falta de fundamento.

En principio, una cuestión como ésta puede parecer poco seria y tal vez indigna de ser puesta en entredicho. Los manuales al uso, afirman con toda seguridad, que las vocales son sonidos capaces de ser articulados aisladamente, mientras que las consonantes exigen el apoyo de una vocal para su pronunciación. Pero esta distinción, así expresada, y satisfactoria para todo el que rehuye de complicaciones insolentes, es muy inferior a la que formularon los indios hace más de dos mil años. Fonemas como /f/ o /s/ pueden ser pronunciados sin la intervención de vocales y durante un tiempo indefinido. Quizá pensemos ya que los lingüistas ilustres se caracterizan por una destreza secular en crear más problemas que soluciones. Así lo hemos advertido ya en la «Introducción», y nadie podrá demostrarnos lo contrario mientras nos tomemos la molestia de seguir adelante en estas consideraciones.

Los griegos, de quienes parte esa idea clasificatoria entre vocales y consonantes tal como se repite en la actualidad escolar, añadieron unos sonidos intermedios que denominaron ημι-φωνα, semi-sonidos entre vocal y consonante. Estos semi-sonidos se encuentran hoy en casi todas las lenguas, variablemente distribuidos, en forma de /l/, /m/, /n/ y /r/ (que forman el subgrupo de los sonidos ūγρα =‘líquidos’, en la clasificación griega). En efecto, si partimos de la base antes expuesta según la cual los fonemas vocálicos pueden formar sílaba al ser pronunciados aisladamente, mientras las consonantes requieren para el mismo fin la presencia de una vocal, los citados «semisonidos», en muchas lenguas del mundo, son por sí mismos capaces de determinar sílaba. La palabra inglesa «castle» (= ‘castillo’), correctamente pronunciada [kásl], indica con claridad que el elemento vocálico de la segunda sílaba es el fonema /l/. Lo mismo ocurre con /m/ y /n/ respectivamente en la segunda sílaba de la palabra «bottom» (= ‘fondo’ de un recipiente, etc.) y «cotton» (= ‘algodón’), ambas inglesas también. Determinados idiomas eslavos, por ejemplo el servio, presentan un número muy respetable de palabras con /r/ silábica: «vrt» (= ‘jardín’), «smrt» (= ‘muerte’), «rt» (= ‘cabo geográfico’), «Trst» (= ‘Trieste’). Los checos, para probar la pericia articulatoria de sus niños, emplean la frase «strech prst skrz krk» (= ‘pasa el dedo por el cuello’), sin ningún fonema de los que hablantes de lenguas románicas, sobre todo, considerarían vocálicos.

Ejemplos semejantes crearon polémicas teóricas y grandes vacilaciones de criterio sobre un concepto tan fundamental y, al parecer, tan claro como era esta primaria diferenciación entre vocal y consonante. Pocos españoles admitirían que /r/, /l/, /m/ o bien /n/, denominados líquidos por su capacidad de adaptación al contorno fonético que los envuelve, guarden cualidades propias de consonante y, al mismo tiempo, de vocal. Como máximo, reconocerían que los grupos de ciertas consonantes seguidas de /l/ o /r/ y vocal («aplacar», «decreto»…) forman una sola sílaba y no dos, como en los demás casos («cuesta», «andar», etc.).

Los científicos se han visto obligados a muchos esfuerzos antes de averiguar experimentadamente qué factores inclinan un sonido hacia la clase «vocal» o hacia la clase «consonante». Hasta hace poco, mientras no se habían alcanzado soluciones verosímiles, muchos pensaban que esta separación de conceptos era producto de un espejismo infundado o de la frívola tendencia a repetir las ideas de los próceres antepasados griegos. A cada intento positivo se le aducían con facilidad ejemplos que desbarataban toda consideración demasiado débil en este sentido; hasta que G. Straka, de la Universidad de Estrasburgo, dio a la divulgación las primeras conclusiones de sus trabajos. Fue él quien sugirió el principio, muy aceptado ya, según el cual la pronunciación de las vocales se debe a la acción de los músculos llamados depresores, que tienden a la abertura del maxilar inferior -la mandíbula-, mientras que en las consonantes actúan los músculos elevadores que, ejerciendo un papel contrario, tienden a cerrarlo.

Este hallazgo, fundamentado en el orden fisiológico o articulatorio no ha sido, a pesar de su sencillez -o, tal vez, por ella- admitido por los que postulan los puntos de vista de la fonética acústica moderna (P. Delattre, sobre todo), la cual no podemos describir ahora ni en una ni en diez líneas (véase página 139). Pero hay más en todo esto. La tesis de Straka se llevó a cabo mediante análisis mucho más minuciosos que los que usualmente proponen los métodos estructuralistas en su aplicación fonética, mostraba un interés por la naturaleza misma de los sonidos -y no por su capacidad estrictamente funcional- y sobrepasaba la observación interna de una sola lengua para convertir el problema en una cuestión universal; en fin, demostró que la división entre vocales y consonantes tiene una base articuladora común a todos, y que su principio terminaba resolviendo algo que ni la fonética tradicional ni el estructuralismo habían conseguido delimitar.

En términos absolutos, nunca podríamos considerar que tanto estas experiencias, como las anteriores al estructuralismo, fuesen una negación directa o indirectamente consciente de éste. Y al revés, todos están de acuerdo en que el estructuralismo no es, ni ha sido nunca, una doctrina más que aportaba unas hipótesis distintas o no a las ya ensayadas. Al menos en el campo de la fonética, esta orientación era un verdadero punto de vista inédito en la investigación sobre los hechos del lenguaje. No modificó el objeto de estudio, sino que propuso coherentes delimitaciones -ésta es, quizás, una de sus principales virtudes- y provocó la adopción de una nueva perspectiva que había de dar, científicamente hablando, frutos extraordinarios. Tanto es así, que se denomina fonética pre-fonológica, y no anti-fonológica por ejemplo, a toda la tradición fonética anterior o actual desconocedora de Saussure. Hablar de fonología todavía equivale a hablar, por lo menos, de estructuralismo.

¿Quién sería capaz de calcular la distancia que separa dos montañas sin utilizar ninguna unidad de medida? El paso, el codo, el pie, la parasanga, la yarda o el metro, aún siendo unidades muy diferentes entre sí, patentizan la necesidad indiscutible que el hombre tiene que reducir a formas convencionales unas magnitudes que por sí mismas son difíciles de abarcar. Es mucho más útil para cualquiera, decir que tal ciudad está a 220 kms. de aquí, que insinuar una distancia equivalente -¡convencida ya en unidad!- entre otros dos puntos geográficos conocidos por algún interlocutor, pero sin duda no por todos. La unidad metro nos evita la enojosa molestia de buscar unidades ocasionales cuando ella misma está casi universalmente reconocida y utilizada. Lo importante es que, de cualquier modo, la unidad es necesaria como hecho de conocimiento. En la lengua sucede lo mismo: no es posible entender un mensaje verbal (véanse páginas 46 y 65) sin este tipo de reducción. El estructuralismo fue la primera escuela que impuso explícitamente la necesidad primaria de identificar la naturaleza y la entidad de las unidades mínimas de la lengua, los llamamos fonemas, cuya consideración ha determinado cambios profundos en la orientación científica, a pesar de ser nociones intuitivamente al alcance de todos. La unidad metro nos evita la enojosa molestia de buscar unidades ocasionales cuando ella misma está casi universalmente reconocida y utilizada. Lo importante es que, de cualquier modo, la unidad es necesaria como hecho de conocimiento. En la lengua sucede lo mismo: no es posible entender un mensaje verbal (véanse páginas 46 y 65) sin este tipo de reducción.

Por eso el lenguaje, debemos concluir, no es tan oral en su base, como se ha supuesto, sino en parte. Lo es, porque se manifiesta normalmente a través de los órganos bucales, pero su verdadera referencia ontogenética se encuentra sólo en la audición. Y no hay dificultad en demostrarlo.

Hemos dicho ya que, en circunstancias normales, un recién nacido se encuentra envuelto por unos semejantes que el enseñan una lengua determinada (véase página 74). El niño, haciendo uso de una capacidad fisiológicamente congénita para emitir sonidos y de su instinto natural de imitación, intenta reproducir los estímulos sonoros que percibe de los mayores incluso mucho antes de apreciar algún contenido semántico. En estas condiciones, se verifican un largo proceso que acaba integrando, progresivamente, al nuevo hablante en los presupuestos lingüísticos de su comunidad. Pero mientras el proceso se inicia, los estímulos se diferencian poco a poco entre sí al oído del niño hasta que comienzan a distinguir, entre todo lo que desconoce, algunas palabras asequibles, por su persistencia y su simplicidad fonética, a la memoria: «papá», «mamá», etcétera. El aprendizaje auditivo de la lengua -cuya ausencia, si es por sordera, determina, automáticamente, la mudez- sólo puede profundizarse cuando el niño descubre el valor específico de los sonidos y comprende que se trata de un número muy reducido de los mismos (en realidad, descubre el sistema fonológico), pero muy ampliable por medio de combinaciones reguladas.

Él no repite caprichosamente lo que oye, sino, al contrario, no cejará en su empeño hasta que los sonidos que reproduce, no sean idénticos a los que percibe auditivamente de los mayores. Hace abstracción de la voz particular de cada uno de los que le rodean y guarda la imagen auditiva eficaz de cada fonema, aprovechando una capacidad de aprendizaje muy superior a la de cualquiera de sus propias etapas de adulto. Pocas personas tienen un aceptable oído musical y, sin embargo, todas han recogido durante la infancia hasta los matices más sutiles que caracterizan el habla de su origen.

Los niños, lo mismo que los inventores de la escritura fonológica, se sirven igualmente, pues, de la intuición de unidades en todo hecho de habla, las cuales, como acabamos de comprobar, son, en sí mismas, resultado de una laboriosa abstracción. Según esta perspectiva, ¿cabe ya considerar como un auténtico descubrimiento, las teorías esctructuralistas? Metodológicamente, sin duda. Pero no en el orden de las nociones. Y veremos por qué. En efecto, ¿qué ocurriría si un niño no fuese capaz de intuir las unidades fonemáticas a pesar de oírlas bien? Aparte de su ignorancia en el habla, tampoco sabría distinguir una palabra de un acceso de tos o un bostezo. Para él todo sería algo indiscriminable. Pues bien, desde el momento en que en las experiencias de la fonética prefonológica nunca encontramos ni una sola confusión de esta envergadura, hay que guardar el convencimiento de que, por lo menos intuitivamente, iban por buen camino. Y más aún: la fonética experimental moderna no ha sufrido, en el orden práctico, ninguna revolución importante respecto de la tradicional, cuya causa esté en el advenimiento del estructuralismo. ¿Acaso no entraña eso una contradicción, sobre todo cuando acabábamos de afirmar que el estructuralismo impuso grandes novedades precisamente metodológicas? Pero no es así.

Hay que diferenciar de antemano lo que es fonética de lo que es fonología. La fonética, desde sus primeros momentos, ha intentado averiguar -sin haberlo conseguido todavía- por qué lo sonidos se distinguen entre sí y qué influencias determina cada uno sobre sus vecinos al presentarse encadenados. Vemos, pues, que se trata esencialmente de un interés por la naturaleza -o por la substancia- de los sonidos que componen el habla de cualquier lengua. Y como disciplinas particulares (véase esquema 27), la fonética fisiológica articulatoria se ocupa de las modificaciones producidas en los órganos fonadores en la emisión voluntaria de sonidos; la fonética acústica estudia, sobre la proyección en la atmósfera de estos sonidos en forma de onda compleja, la composición de ésta en elementos, y la fonética auditiva considera la percepción al oído del receptor. Las tres disciplinas carecen, en todo sentido, de limitaciones prácticas y continúan orientadas hacia el mismo fin aun dentro de los métodos estructuralistas.

La fonología, en cambio, por cuanto sus intereses son estrictamente funcionales, investiga qué unidades funcionan, y cómo funcionan, en cada lengua. El fonema /l/, por ejemplo, se halla presente tanto en el sistema francés como en el español, pero no funciona en ambos sistemas del mismo modo: en francés se opone sólo a otro fonema líquido, /r/, mientras que en español se opone a /r/, /rr/ y /ll/. En chino, en cambio, forma él solo la clase de los fonemas líquidos, y en coreano resulta una variante contextual, junto a [r], de un solo fonema, también líquido (véase págs. 45-46, sobre variantes contextuales a propósito de /g/ – /γ/ en español). La fonología jamás permite trasladar criterios iguales a dos sistemas fonemáticos a la vez, puesto que no hay dos sistemas idénticos en todo el mundo.

Podría decir que la fonología ha suscitado la creación de un tipo especial de investigación fonética. Hablar de fonética fonológica supone, por lo menos, partir conscientemente de los fonemas, es decir de los sonidos que tienen autonomía funcional. Ahora bien, si hemos comprobado que la vieja fonética hacía un uso implícito de este principio, pues -en caso contrario- nunca hubiera podido constituirse en ciencia lingüística, es que la innovación metodológica del estructuralismo ha consistido solamente en estudiar los sonidos bajo aquel supuesto y, a partir de él, en diferenciar entre sus rasgos específicos aquéllos que son pertinentes o determinantes de una oposición funcional eficaz (por ejemplo, la nasalidad de /m/ ante la no-nasalidad de /b/) de aquéllos que se denominan redundantes y no son diferentes (el cierre de labios común a /m/, /p/ y /b/), tal como, en las páginas 46 y 47, hemos expuesto. A pesar de este cambio de orientación metodológica, hemos de añadir que no hay obra alguna, científicamente lograda, de la fonética prefonológica que sea desaprovechable hoy, aunque en las modernas tendencias se hayan modificado los intentos de investigar la substancia articulatorio-acústico-auditiva de los sonidos del habla.

LA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA DE LOS SONIDOS

Las controversias conceptuales que se han liberado en la historia de la fonética no pueden elevarse a la categoría de auténticas luchas, sobre todo si las comparamos con las acaecidas en otros niveles de la lengua. Y si en estructuralismo fomentó ciertas divisiones, a veces violentas al principio, ello se debió a la resistencia, desgraciadamente típica, de los ultra conservadores a revisar las propuestas ajenas con el mismo respeto -ya no pidamos cariño- que ponen al repetir una propia. Antes y después de los principios estructurales, la fonética ha recorrido su trayecto con tan escasa inseguridad, que las desviaciones no son más que una fútil secuencia de anécdotas ejemplares. Alguien, con toda razón, ha dicho con la tranquilidad de una convicción meridiana, que todo fonetista medianamente dotado de sentido común ha de ser, al mismo tiempo, fonológico, es decir estructuralista. La fonología, hoy por hoy, continua siendo la principal conquista del estructuralismo y, bien que perfectamente superable, no hay todavía indicios ni motivos para creer en la probabilidad de hacerlo por vía del menosprecio.

Como fijación del sistema fonemático de una lengua particular, ya hemos visto que se trata de una etapa indiscutiblemente necesaria para comprender, hablar y definir una lengua. Las imágenes auditivas de todos los fonemas y sus combinaciones previstas se convierten en un cuadro de posibilidades disponibles al uso de cada hablante. Ahora bien, tal como hemos comprobado en la página 110, es difícil que cada acto de habla ponga en funcionamiento todas las unidades de aquel cuadro ideal; mucho más lógico es, estadísticamente hablando, que algunas estén ausentes y otras se repitan. Las más recientes observaciones realizadas precisamente en el campo de la estadística lingüística propenden, a través de supuestos inéditos hasta hace poco, a descubrir la mecánica interior que rige todo tipo de actualización fonética en cualquier hecho de habla.

Las primeras investigaciones estadísticas demostraron ya, hasta qué punto es distinto el relativo rendimiento funcional de los fonemas: unos aparecen muy a menudo y otros, pocas veces. En español es /a/ el que presenta un rendimiento más elevado; en italiano y en francés lo acusan, en cambio, sus correspondientes fonemas /e/. Por su parte, el fonema /ñ/ funciona, en español, mucho menos, aun formando parte del sistema fonológico con los mismos pronunciamientos que los demás. Si atendemos los aspectos combinativos y posicionales notamos cómo, en posición final, el español nunca presenta fonemas como /b/ o /f/ en palabras autóctonas. y todo ello, sin invalidar la realidad ideal del sistema, indica que no existe ninguna clase de simetría absoluta en el lenguaje a la hora de considerarlo en su funcionamiento efectivo.

Por otro lado, las modernas investigaciones en fonética acústica, llevadas a cabo con aparatos muy perfeccionados, atienden especialmente, a las modificaciones regulares que los fonemas presentan con arreglo a su relativa colocación en la emisión fónica. Efectivamente, en posición final de frase se advierte un relajamiento y una mayor duración compensatoria muy evidentes respecto a las posiciones iniciales. Parece como si la entidad fonomática de las últimas secuencias, fuese menos patente que la de las primeras. Veámoslo en un ejemplo sobre la frase «lo sabe en parte», que contiene una sola emisión de voz (esquema 28, A). Simplificando mucho, los datos que nos suministra el espectro acústico (obtenido en un aparato denominado espectrógrafo) muestran una caída progresiva en la curva melódica -cadencia (véase página 114)- y de la línea de intensidad acústica, cuya combinación equivale a lo que se llama grado de relajamiento o relajación. Ambas líneas, aunque nunca suelen ser estrictamente paralelas, determinan una caída regular final en relación con los fonemas iniciales, y se pueden considerar superponibles en abstracto. Si invertimos los sintagmas de la frase (esquema 28, B) y sometemos, también, los resultados a la espectrografía, los datos relativos resultan ser aproximadamente los mismos, aun habiendo modificado el orden de los factores. La curva melódica y la intensidad acústica serán en la escala más bajas al final que al principio, mientras la duración, de cualquier modo, aumentará proporcionalmente.

Este fenómeno, que fue observado hace ya mucho, cuando todavía se utilizaban procedimientos rudimentarios, refleja una verdadera economía interna y no arbitraria en cada frase, cuya clave reside en la capacidad informativa de cada uno de sus elementos, según decíamos en la página 90, a propósito de los valores semánticos del fonema. Así, las primeras secuencias, en la medida que son más imprevisibles -y, por tanto, más informativas-, se manifiestan con una nitidez muy superior a las últimas, cuando ya la comprensión del mensaje está suficientemente garantizada por aquéllas. La moderna fonética experimental, empeñada en esta sugestiva tarea, tiene ante sí un camino todavía largo por recorrer.

Insistimos en que nada de todo eso implica la negación del sistema ideal de los fonemas que pertenecen a cada lengua. Al contrario, comparando lo teórico y lo práctico -en rigor: lo virtual del sistema y lo real del habla, aparece en este punto la contundente sugerencia de que el sistema fonológico es como una sociedad donde cada miembro se caracteriza sólo por su capacidad de funcionamiento. Aparte de unas jerarquías muy relativas y constantemente puestas a prueba (sólo el grado de eficiencia marca esta jerarquización), las necesidades particulares de cada cometido lingüístico condiciona no sólo qué fonemas han de actuar, sino cómo deben hacerlo. La idea del servicio a los fines comunicativos -no hay otra tan primordial en el lenguaje- lo rige todo. Y la eficacia se encarga de regular todo tipo de modificaciones a lo largo del tiempo: las estructuras fonemáticas no mueren, se transforman libremente. Es una sociedad activa y, sin duda, democrática, la de los fonemas.

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Alarcos Llorach, E. (1965). Fonología española. Madrid: Gredos.

Quilis, A. (1993). Tratado de fonética y fonología. Madrid: Gredos.

 


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